L'entrada a l'edifici: trobant i compartint espais

liquidDocs > Fue Álvaro de la Peña, de Iliacan Danza, quien en 1995 se enteró de la posibilidad de alquilar los espacios de una antigua fábrica de cinturones en el número 43 de la calle Torrent d’en Vidalet, en Gràcia, junto a la Plaza de la Virreina. Álvaro hizo correr la voz, para compartir el alquiler entre varios artistas del ámbito de la danza, y a la convocatoria respondieron Montse Colomé, Inés Boza y Carles Mallol, Alexis Eupierre, Lipi Hernández, Toni Mira y Claudia Moreso, María Rovira, Sol Picó y Carles Salas. 

La confluencia de los futuros socios fundadores de La Caldera fue una casualidad, pues en aquel momento la mayor parte de ellos no se conocían. Pero, empujados por la necesidad de un lugar de trabajo, llegaron a un acuerdo de mínimos para fundar un centro que llevaría el nombre oficial de A.C.D.A.C. (Asociación Cultural para el Desarrollo de Actividades Coreográficas). 

A lo largo de los dos primeros años de La Caldera, desde 1995 hasta 1997, Fani Benages se encargó de la gestión de ésta. En la primera etapa, hasta el 2005, otras mujeres como Mercedes Julià, Mónica Extremiana, Pilar López y Celine Merlaud colaboraron en esta área. Según Fani, aquellos eran unos “años de esplendor, de crecimiento... se notaba el entusiasmo para unirse, para hacer algo, por primera vez en una iniciativa privada. Era un momento en que por regla general la gente de la danza no tenía su local propio. Era un momento álgido porque, aunque  había menos recursos económicos de los que habría después, la gente tenía mucha ilusión por hacer cosas”. A este optimismo inicial, Montse Colomé le añade otra circunstancia propicia: “En el año 1995, cuando llegamos a La Caldera, la danza estaba algo más considerada que en los ochenta. Recibía algunas subvenciones y cierto apoyo de las instituciones, cosa que ayudó a que pudiéramos dar un paso adelante para emprender el espacio y el proyecto”.

En todo caso, el llamamiento de Álvaro de la Peña tuvo éxito, y en aquella iniciativa de búsqueda de un lugar quizás ya estaba implícita cierta visión de la práctica de la danza como un espacio común y colectivo. Porque se trataba, al margen otras consideraciones, de un verdadero proyecto de colaboración: “Cada maestrillo tiene su librillo y su experiencia, pero para mí la danza siempre ha sido algo social, algo para compartir. Otras personas lo viven de otra manera, pero para mí la danza es como la comida: es mejor si la compartes”, dice de la  Peña. Una idea que, de hecho, posteriormente él mismo fue desarrollando, hasta llegar a dar forma a los proyectos de danza participativa en barrios y pueblos: “A inicios de los noventa, en la danza de Barcelona había muchos grupos, y en ese sentido igual no es muy diferente de ahora. En aquel momento no había tantos locales, y la gente teníamos que ir buscando los lugares donde ensayar. La Caldera significó la solución a ese tipo de problemas, porque el tema del lugar de ensayo siempre había sido algo muy complicado. Creo que, en el ánimo de crear un espacio, había la idea de tener un lugar estable de trabajo. Pero también creo que, sobre todo, el sueño de todos, que más o menos se ha visto realizado, era el de tener un “lugar”. Pues en aquella época todavía teníamos la referencia del teatro independiente, la de los grupos trabajando en sus propios espacios: unos lugares donde creaban sus cosas, donde ocurrían cosas”. 

Los socios, con sus propias manos y la ayuda de amigos y colaboradores, emprendieron unos primeros trabajos de adecuación del edificio para abrir ventanas tapiadas, colocar madera en los suelos, hacer la instalación de la luz, etcétera. Pero en aquella primera etapa no había calefacción, y se conservaban las viejas ventanas con las carpinterías en mal estado, cosa que hace que se recuerden los ensayos invernales como sesiones con mucho frío, unas condiciones que continuarían hasta las reformas de diez años después. En los primeros años, el espacio alquilado y dedicado a la danza en el edificio constaba únicamente de las tres plantas superiores, que los socios se repartían en grupos de tres franjas horarias diferentes. Eran nueve proyectos artísticos: tocaba a tres proyectos por planta, uno por la mañana, el otro por la tarde, y el último al atardecer. También la gran terraza en el patio interior (con acceso desde la primera planta) tuvo un papel importante a lo largo de los años: como espacio de ensayo para los espectáculos de calle, como lugar de reunión, debate y encuentro, o como espacio privilegiado para fiestas. Más tarde y de manera progresiva, La Caldera iría incorporando la planta principal (donde había funcionado un taller de confección) y la planta baja (donde antes existía una carpintería). Hasta que, en la última etapa (2009-2013), el centro de creación ocupó los mil cien metros cuadrados de la totalidad del edificio: tres plantas de ensayo, una sala de exhibición en planta baja, un espacio social, de cocina y de oficinas en la planta principal, y la gran terraza en el patio interior. Fue un proceso largo, artesanal, autogestionado y llevado a cabo en múltiples fases.

Dice Álvaro de la Peña: “Uno podía ver centros de danza del extranjero, y quedar flipado con sus instalaciones. Yo recuerdo, por ejemplo, estar en Alemania y quedarme asombrado... porque tenían agua caliente. Pero nosotros montamos La Caldera y seguimos en ello sin tener una referencia clara. Lo hicimos un poco a la española, inventando... Creo que la experiencia de La Caldera, si alguna vez alguien se interesa por ello y le puede aportar algo, se basa en el hecho de juntarse para hacer las cosas más fáciles. Además, entre los que hemos formado parte de La Caldera siempre ha subyacido la idea del respeto por el dinero público. Éramos conscientes de no tener unas capacidades económicas muy grandes, pero siempre ha imperado la idea de compartir el espacio, de compartir el alquiler entre todos, para tener un espacio muy “guay”, un espacio del que, además, otra gente pudiera beneficiarse. Esa idea ha estado ahí incluso en la infancia de La Caldera”. 

Así, a lo largo de los dieciocho años de actividad, y ya desde los inicios, La Caldera pone sus salas a disposición de los creadores profesionales de la ciudad, cede espacios para residencias, organiza y colabora en talleres y cursos, hace presentaciones colectivas, presenta ensayos abiertos, preestrenos, ciclos de improvisaciones y procesos de creación, así como charlas y coloquios... Todo ello, sin dejar de atender las necesidades de los creadores residentes en el centro.